Francisco J Martinez Hace años que para mí el mes de julio significaba madrugar para ver los encierros de San Fermín en Pamplona y sobremesas soporíferas, aunque emocionantes, delante del televisor mientras que dos centenares de ciclistas se esforzaban mientras caían poco a poco los kilómetros por las carreteras de Francia.
Julio es sinónimo de esto desde que tengo uso de razón, pero en los últimos días estos sentimientos se han desvanecido por culpa de unos estafadores, con nombres y apellidos: Alexandre Vinokourov y Michael Rasmussen.
El ciclismo está tocado de muerte y unos mal llamados profesionales ¿o debería denominarlos tramposos? no tienen escrúpulos en maltratarlo en su propio interés. No les importa jugar con la ilusión de miles de aficionados que día tras día, etapa tras etapa, siguen las grandes vueltas -Giro de Italia, Tour de Francia y Vuelta a España-. Pero no se queda ahí la cosa, juegan con las ilusiones de miles de niños y adolescentes que tienen en una bicicleta su más preciado tesoro y que sueñan con vestirse de amarillo y convertirse en profesionales para labrarse un futuro mejor. Sin embargo, con estos casos de dopaje, la esencia del deporte, de la competitividad, echan por tierra la credibilidad del ciclismo. Algunos niños ya saben que para llegar a lo más alto del ciclismo tendrán que someterse a multitud de operaciones de ingeniería médica para mejorar el rendimiento a costa de su propia salud. Algunos, los más honrados, abandonan en las categorías de base, porque se niegan a estas prácticas. ¿Qué hace falta para que las autoridades confeccionen una legislación eficaz contra el dopaje?
Se ha abierto un debate entre los expertos sobre la idoneidad de habilitar sanciones a perpetuidad una vez que un deportista da positivo por sustancias dopantes o seguir con el modelo actual. Hasta el momento, en el ciclismo, ningún profesional que se dopó, volvió a ganar carreras y estar en la élite. En definitiva, no volvió a aportar nada a este deporte.
Yo abogo por las sanciones a perpetuidad. Por una parte, realizarían un efecto persuasorio para doparse y eliminarían de forma tajante a los tramposos del deporte. Sólo quedarían los deportistas honestos. Eso sí, los legisladores tendrían que habilitar excepciones, pero muy puntuales, para casos accidentales como, por ejemplo, aquel deportista que coge un catarro y se toma sin conocimiento un medicamento compuesto por alguna sustancia dopante. Por otra parte, se garantizaría la salud de los propios deportistas, algo que ahora está en constante peligro.
Debemos tener en cuenta que desde hace tiempo determinados deportes han dejado de ser eso mismo, deporte, para guiarse por cuestiones de márketing. Fútbol, tenis, automovilismo, ciclismo… y algunos más están dominados por otros intereses muy alejados del deportivo. Da gusto ver a niños y adolescentes en categorías inferiores de edad jugando a cualquier deporte. En esas competiciones prima el deporte por el deporte, la competitividad pura y dura que es la esencia de estas prácticas. Ahí no hay tramposos, tan sólo deportistas en liza por el placer de ganar, de ser mejor que los contrarios.
Dicen que el deporte es señal de desarrollo de la sociedad de un país y es el ejemplo para las próximas generaciones. Si nos atenemos a la situación actual, el deporte de élite español no dice mucho a favor de nuestra sociedad. Esperemos que las autoridades se pongan manos a la obra para mejorar el panorama deportivo nacional. Seguro que las próximas generaciones nos lo agradecerán.